Fitzcarraldo renace en La Nau: crónica de un concierto al margen.
- Winder Hands
- 18 oct
- 5 Min. de lectura
El viernes 17 de octubre de 2025, la Capilla de la Sapiencia del Centre Cultural La Nau (antigua Universidad de València) se convirtió en el escenario de un esperado regreso musical. El dúo experimental Fitzcarraldo, formado por Andrés Blasco y Pilar Barrachina, volvió a los escenarios tras más de dos décadas de silencio.
Enmarcado en el ciclo “Márgenes” de Músicas Urbanas –un programa dedicado a artistas al límite de la escena convencional –, este concierto no solo ofrecía una experiencia sonora única, sino que también tenía un fin solidario: la entrada (3 €) se destinó íntegramente a los programas de ayuda y recuperación post-DANA de la Universitat de València. Con el aforo completo y un público entusiasta abarrotando la antigua capilla, la noche prometía ser histórica.

Un escenario histórico lleno de expectativa.
La Capilla de la Sapiencia lucía imponente. Sus muros centenarios y su arquitectura de proporciones casi áureas ofrecían un marco exquisito para el evento, cortando el aliento de quienes entraban. Bajo sus bóvedas se congregó una multitud espectacular de asistentes, desde veteranos de la escena underground valenciana hasta jóvenes curiosos. El ambiente era distendido pero expectante: se percibía en los rostros la emoción por presenciar el retorno oficial de Fitzcarraldo después de tantísimo tiempo. No era un concierto más, sino la reaparición de una leyenda local que había desaparecido “sin dejar rastro” en los años 90. Cada butaca ocupada y cada persona de pie añadían calor humano a la fresca piedra de la capilla, aumentando la sensación de acontecimiento irrepetible.
Dos décadas de espera llegan a su fin.
Con apenas unos minutos de retraso, las luces se atenuaron y Eduardo Guillot –periodista cultural y coordinador del ciclo– tomó la palabra para presentar el concierto . Guillot contextualizó la importancia del evento: recordó cómo Fitzcarraldo desarrolló su trayectoria en la primera mitad de los noventa, al margen de modas e industrias, y elogió la valentía de su propuesta experimental. El presentador destacó que Andrés Blasco y Pilar Barrachina “se desmarcan de todo” y crean deliberadamente fuera de los cauces convencionales, lo que hacía aún más especial su regreso. Sus palabras encendieron el aplauso del público, que llevaba más de veinte años esperando este momento. Acto seguido, llegó la hora de la verdad: la música finalmente reemplazaría a las palabras.
Una entrada teatral bajo máscaras solares.
El espectáculo comenzó con teatralidad: tras la introducción, una puerta lateral de la capilla (la antigua sacristía) se abrió lentamente. Por allí aparecieron Andrés Blasco y Pilar Barrachina en absoluta penumbra, ocultando sus rostros tras máscaras circulares con forma de sol en las que se adivinaban sus propias caras estampadas. Aquella imagen onírica –dos figuras con cabezas de sol emergiendo desde la semioscuridad de un templo– dejó al público boquiabierto. Hubo segundos de asombro, seguidos de una ola de aplausos y vítores. Con este gesto escénico sorprendente, Fitzcarraldo marcaba desde el primer instante el tono artístico y poco convencional de la velada, subrayando su espíritu “al margen” incluso en la presentación visual.
Un viaje sonoro en el tiempo.
Entonces comenzó la música. Un dron grave y prolongado rompió el silencio sacro de la capilla, extendiéndose por la nave y rebotando en las columnas. Poco a poco se sumaron texturas: acordes disonantes de guitarra, percusiones improvisadas y sampleos atmosféricos. Canción a canción, el sonido fue tomando cuerpo, pasando de pasajes minimalistas a explosiones de ruido controlado. La acústica abovedada de la sala amplificaba cada matiz, envolviendo al público en un abrazo sonoro. Muchos cerraron los ojos dejándose llevar; otros sonreían al reconocer destellos del estilo noventero de Fitzcarraldo, intacto a pesar de los años. Aquella propuesta, a ratos caótica como un garaje desordenado, cobraba un sentido propio y transportaba a los presentes hacia vibraciones de otra época. Por momentos, Valencia volvió a oler a los años 90: había ecos de la escena alternativa local de hace tres décadas, resonancias de industrial y post-punk, e incluso guiños a corrientes musicales posteriores que bebieron de esa misma fuente. El tiempo parecía haberse doblado; era un viaje nostálgico y a la vez rabiosamente contemporáneo.
Nostalgia, energía y comunión con el público.
Conforme avanzaba el concierto, la energía en la sala fue en crescendo. Cada nuevo tema era recibido con ovaciones crecientes, mientras algunos asistentes lanzaban expresiones de júbilo que retumbaban alegremente en la capilla. Se produjo una comunión intensa entre Fitzcarraldo y su público: Andrés, tras su máscara solar, movía la cabeza siguiendo el compás de un riff abrasador; Pilar, rodeada de sintetizadores, respondía sonriendo con la mirada cómplice. Entre tema y tema apenas mediaban palabras –fieles a su carácter enigmático–, pero no hacían falta. La música hablaba y la audiencia escuchaba en reverente entrega. En las primeras filas, algún espectador no pudo evitar levantarse del asiento y bailar lentamente esos ritmos tribales y psicodélicos que por momentos emergían del caos sonoro.
Hacia el final, tras una última pieza que terminó en un crescendo estruendoso y catártico, el dúo se retiró brevemente.
La ovación de cierre fue apoteósica, prolongándose mientras ellos salían de nuevo por la puerta de la sacristía, difuminándose sus siluetas entre luces y sombras.
Legado underground y causa solidaria.
Al encenderse las luces, muchos tardamos unos instantes en regresar plenamente al presente. La nostalgia flotaba en el aire: se hablaba de viejos conciertos de los 90, de locales míticos de Valencia, de cómo Fitzcarraldo había logrado rescatar aquel espíritu. “Ha sido como viajar en el tiempo”, comentaba emocionado un asistente veterano, ojos brillantes. Para los más jóvenes, en cambio, fue una revelación: la prueba de que la música experimental valenciana tiene raíces profundas y que, a pesar del silencio, puede resurgir con fuerza renovada.
Mientras el público abandonaba lentamente la capilla, quedaba la satisfacción colectiva de haber vivido algo único. No solo presenciamos el renacimiento de un grupo de culto en su hábitat natural (un espacio íntimo y hermoso donde “la buena música nace y crece en la intimidad”, como defiende Guillot ), sino que además formamos parte de una iniciativa con impacto positivo. La recaudación de la noche se destinará a apoyar a la comunidad tras la DANA –un recordatorio de que la cultura y la solidaridad pueden ir de la mano–, lo que añadió un toque esperanzador a la velada.
En definitiva, el retorno de Fitzcarraldo en La Nau fue mucho más que un concierto: fue un ritual de reencuentro y celebración. Celebración de la música al margen de convenciones, de la memoria de una ciudad y una escena, y de la capacidad del arte para revivir épocas y sanar heridas. Por una noche, Valencia volvió a latir con el pulso underground de los noventa, y Fitzcarraldo demostró que su llama, lejos de apagarse, seguía ardiendo con una intensidad deslumbrante. Los aplausos finales aún resuenan en la Sapiencia; el eco de un momento que, quienes estuvimos allí, difícilmente olvidaremos.







Comentarios